Los caciques y señoritos del
siglo XIX compraban los votos por un duro de plata. Los hombres del pueblo lo
aceptaban con una sonrisa de agradecimiento. Las relaciones entre los que
tenían el poder y los que no lo tenían eras claras. Para sobrevivir había que
someterse. El cacique decidía quién trabajaba o no en sus tierras. Los que no
eran serviles eran condenados al hambre. El cortijero mandaba en su cortijo y
decidía qué se hacía y quién lo hacía.
El caciquismo pervive en el siglo XXI, han
cambiado las formas, pero su perversión y su capacidad corruptora persisten en
algunas parcelas de la realidad, una de ellas las relaciones laborales. Adopta
formas nuevas, pero igual de descaradas y humillantes. El cacique, en vez de
pagar con duros de plata, promete trabajo, prebendas, mejoras o aumentos, a
cambio de servilismo, delaciones o simplemente condicionamiento de padefo. El
coste no lo paga el cacique sino los contribuyentes, gestiona el presupuesto
público como si fuera su propio patrimonio y asigna los gastos no en función de
la eficacia de la inversión o de las necesidades reales sino sufragando lo que
sea necesario para mantenerse en el poder. Las promesas implican muy poco riesgo ya que se cumplirán con
dudosa precisión. Cuando llegue el momento siempre podrá establecer normas
específicas ad hoc que limitarán el reparto.
La desmoralización, en el sentido de pérdida
de valores éticos o morales, se genera tanto en el cacique como en los
beneficiados, en el siglo XIX la miseria justificaba el servilismo, reproduciendo
el sistema y colaborando en el mantenimiento del status quo, en la perpetuación
de la miseria de sus conciudadanos y la suya propia, pero podemos comprender
que en la escala de valores de aquellos seres humanos, su dignidad como
ciudadanos y su deseo de liberación ocupara un lugar muy bajo.
En el siglo XXI vuelve la miseria
económica pero sobre todo existe pobreza cultural, el cacique se aprovecha de
los trabajadores políticamente incultos e incapaces de elaborar un razonamiento propio y crítico hacia la
autoridad y donde la educación falla o se encargan de que falle.
En el siglo XIX los peones
se juntaban en la plaza del pueblo al amanecer, los capataces los
seleccionaban, los afortunados obtendrían ese día algo para alimentar a sus
familias, los rechazados, a pasar hambre. Naturalmente, los seleccionados eran
sumisos, serviles y obedientes.
En el siglo XXI existía una garantía de seguridad
social y la legislación laboral permitía
una relación entre trabajadores y patronos, nunca en condiciones de igualdad
pero se habían sentado las bases. También esto está desapareciendo y el cacique
ahora sí está en su posición deseada.
Hay un mercado laboral donde los vicios del caciquismo
perviven al desnudo: los trabajadores políticos. Son profesionales, o no, que
han decidido por clientelismo dedicar su vida a la gestión pública, pero no en
los sistemas administrativos, como funcionarios, sino en puestos políticos, hay
varios puestos para ellos: directores, asesores, gestores, consejeros…en
instituciones y empresas públicas. Los peones y jornaleros del siglo XXI , en
vez de acudir a la plaza del pueblo, acuden a la casa del cacique o a la casa
que se ha apropiado. Los caciques y capataces les observan y les designarán
para los puestos de trabajo en función de la actitud (no aptitud) que
demuestren. El dirigente-cacique-capataz es lógico y racional en sus
decisiones, quiere que los puestos sean ocupados no sólo por personas fieles y
sumisas, sino que además no pidan explicaciones que siempre son molestas y
requieren tiempo. El jornalero debe callar y obedecer. En el proceso de
selección darwinista sobrevive el mejor adaptado, el más adaptado a la
dirección, el que jamás protesta ni cuestiona las decisiones. No hay nada más
silencioso que un burócrata ascendiendo.
Una vez que el sumiso y silencioso jornalero ha alcanzado un
puesto de poder, ¿cómo actuará?, no importa lo honesto que sea: el sistema le
obligará a comportarse como un cacique. Mi pueblo es mi cortijo y aquí se hace
lo que yo digo.
En nuestro siglo el caciquismo sobrevive y prospera. En
parte se debe a tradiciones culturales, pero en gran parte a las diferencias,
lagunas y contradicciones del sistema legal. Aunque es un problema ético, la
solución no está en sustituir unos dirigentes por otros más honestos, que
también, sino en cambiar el sistema que selecciona a los dirigentes y cambiar
los sistemas de control democrático.
La lucha contra la corrupción y el caciquismo es una lucha
sin final pero se pueden conseguir victorias y avances importantes. La gestión
de los recursos públicos siempre se
prestará a su uso en función de intereses privados, pero los ciudadanos somos y
seremos cada día más exigentes. Lo que podemos aceptar como un mal menor unos
años podemos llegar a considerarlo insoportable con el paso del tiempo.